Hay actividades que llenan nuestros días, nos dan sensación de propósito y reconocimiento, y sin embargo esconden una paradoja: cuanto más les damos, más nos piden. No tienen fin claro, consumen nuestra energía y, al mismo tiempo, nos alejan de la experiencia directa del presente. A este tipo de dinámicas, las llamamos proyectos de carencia.
Un proyecto de carencia es una actividad que:
Algunos de estos proyectos son claramente autocentrados:
Otros tienen un componente más prosocial:
El criterio decisivo no es el contenido del proyecto, sino la manera en que nos relacionamos con él. El mismo trabajo o la misma tarea pueden vivirse como algo enriquecedor o como un proyecto de carencia, dependiendo de:
Podemos señalar tres características clave para detectarlos.
1. Tiempo: casi toda la vida gira en torno al proyecto
Un proyecto de carencia absorbe casi todo nuestro tiempo durante años. A menudo disfrutamos de la actividad o estamos muy fascinados con sus resultados: dinero, reconocimiento, prestigio, sensación de utilidad, la idea de estar “haciendo el bien”…
Precisamente por eso, no nos damos cuenta de hasta qué punto estamos secuestrados. El proyecto se convierte en el filtro a través del cual miramos el resto de la vida.
2. Lo que se abandona: familia, amigos, aficiones
El segundo rasgo es lo que dejamos atrás. El texto compara este funcionamiento con una adicción:
El proyecto no nos deja tiempo para nada más.
Algunas consecuencias habituales:
Todo esto se sostiene con un relato interno: “Esto es muy importante”, “vale la pena sacrificarse”, “ya compensaré más adelante”, “la gente que me quiere tiene que entenderlo”.
3. Cómo estructura nuestra vida: qué ocurre cuando se rompe
La tercera señal aparece cuando, por motivos externos, el proyecto se interrumpe:
De repente, aquello que organizaba el día a día desaparece. El resultado típico es una crisis existencial que puede manifestarse como depresión, vivida muchas veces como “sin causa aparente”.
En otros casos, no es el proyecto el que cae, sino el entorno: la pareja se separa, los hijos se distancian, la familia de origen deja de apoyar. Y la persona, encerrada en su relato, no entiende qué ha pasado: “¿Cómo no me apoyan en algo tan valioso?”.
Pedro tiene cincuenta y dos años y dirige desde hace dos décadas una ONG dedicada a tareas sanitarias en Asia y África. Su prestigio en el entorno profesional es grande: ha logrado que la organización sea una de las más importantes en los países donde trabaja.
Su entrega ha sido absoluta:
En el camino, Pedro ha ido soltando otras partes de su vida:
Pedro desarrolla una depresión y no comprende la reacción de su familia. Está convencido de que su compromiso social lo justifica todo y de que su mujer e hijo “tendrían que haberle apoyado hasta el final”.
Este caso resulta especialmente revelador porque muestra que un proyecto de carencia puede tener una apariencia moralmente incuestionable. Ayudar a los demás es valioso, pero cuando esa ayuda sirve para evitar mirar el propio vacío y destruye los demás pilares de la vida, la cuestión ética se vuelve más compleja.
El coste para el entorno es el mismo, sea un proyecto autocentrado o prosocial. La pregunta que queda flotando es: ¿realmente vale la pena?
Este recuadro orienta la mirada a la función del proyecto: ¿sirve para vivir con más plenitud o para no mirar un vacío interior?
En este sentido, etiquetas rígidas y proyectos de carencia forman parte de la misma dinámica: construcciones que intentan asegurar que somos valiosos, dignos y queridos, pero que a menudo nos alejan de la experiencia directa de la vida.
Buda tenía un primo, Devadatta, que le envidiaba profundamente y llegó a intentar matarlo. En una ocasión, le arrojó una gran roca desde lo alto de una montaña; la roca casi lo aplasta, pero no lo alcanza. Buda permanece impasible, con una sonrisa.
Días después se encuentran en el pueblo. Buda lo saluda con afecto. Sorprendido, Devadatta le pregunta si no está enfadado. Buda responde:
“Ni tú eres ya quien arrojó la roca ni yo soy ya el que estaba allí cuando la lanzaste.”
Y añade que, para quien sabe ver, todo es transitorio; para quien sabe amar, todo puede ser perdonado.
La enseñanza es sencilla y profunda:
Esta reflexión conecta con todo lo anterior. Si todo cambia, ¿por qué aferrarnos tanto a etiquetas, proyectos y relatos que quizá tuvieron sentido en otro momento, pero hoy nos dañan? Si ni siquiera somos los mismos que diseñaron esos proyectos o asumieron esas etiquetas, tal vez podamos permitirnos soltarlos, aunque sea un poco.
Los proyectos de carencia dan la impresión de que, si dejamos de luchar, nos derrumbaremos. Lo mismo ocurre con muchas etiquetas: sentimos que, sin ellas, dejaríamos de ser nosotros. El texto sugiere lo contrario: es precisamente la rigidez de ese yo la que genera gran parte del sufrimiento inútil.
Identificar nuestras etiquetas más importantes, ver cómo reaccionamos cuando se desafían, reconocer los proyectos que han ocupado la vida entera, no es un ejercicio para culpabilizarnos, sino para recuperar libertad.
Libertad para seguir comprometidos, pero sin sacrificar todo.
Libertad para cuidar, trabajar, implicarnos, sin convertirlo en la única razón de ser.
Libertad, en definitiva, para habitar el presente sin que cada acción tenga que demostrar nuestro valor.
Desde ahí, quizás podamos empezar a vivir menos pendientes de defender un personaje y más disponibles para experimentar lo que somos, momento a momento, en constante cambio.
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