«Coged las rosas mientras podáis, veloz el tiempo vuela. La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta.»
Esta imagen sencilla resume la experiencia humana fundamental: todo cambia, nada permanece, y la vida entera es un proceso de pérdida progresiva. A este hecho se le llama impermanencia. No es una teoría abstracta, sino algo que cualquiera puede constatar al mirar su propia biografía: relaciones que se transforman o se rompen, cuerpos que envejecen, proyectos que cambian, trabajos que terminan.
En otras épocas la enfermedad y la muerte se vivían de forma más natural y estaban más presentes en la vida cotidiana. Hoy, en cambio, se tiende a ocultarlas en hospitales o residencias, como si pudieran dejar de existir si no las miramos. Sin embargo, la realidad se impone: perderemos seres queridos, posesiones, salud, capacidades físicas y mentales, hasta llegar al momento de despedirnos de todo en la muerte.
Frente a este panorama, la propuesta no es hundirse en el pesimismo, sino aprender a relacionarnos con la impermanencia de un modo más realista y compasivo.
Las tradiciones contemplativas orientales han afirmado que «lo único permanente es la impermanencia». El texto invita a una pregunta incómoda y muy directa:
«¿Has encontrado algo que no cambie, que dure para siempre?»
Sobre esta base se diferencian dos tipos de sufrimiento:
Es el sufrimiento que todo el mundo reconoce: la muerte de un ser querido, una enfermedad grave, una guerra o una catástrofe natural, la ruina económica, la pérdida de trabajo, una emigración no deseada. Son experiencias que, casi unánimemente, cualquiera señalaría como dolorosas.
Más sutil y difícil de mirar, este sufrimiento está escondido en todo aquello que hoy valoramos y disfrutamos. Cualquier cosa que amamos —una pareja, los hijos, una casa, un trabajo satisfactorio, una buena situación económica, el propio prestigio— está sometida a la ley de la impermanencia. Algún día, de una forma u otra, desaparecerá.
Muchas personas viven esta visión como «negativa y pesimista», casi desagradable. Sin embargo, la intención no es oscurecer la vida, sino hacer visible la realidad que ya está ahí: si no la miramos, el golpe de la pérdida será todavía más duro.
Para integrar esta comprensión, se propone una práctica contemplativa sencilla pero profunda. Se trata de recorrer mentalmente la cadena del cambio, desde lo más grande hasta lo más íntimo:
La clave de este ejercicio no es deprimirnos, sino algo muy diferente: comprender que «la impermanencia es el núcleo de nuestra existencia» y que, precisamente por eso, cada segundo de vida es único y valioso.
Dentro de esta ley general del cambio, la reflexión se detiene en dos consecuencias centrales: la vejez y la enfermedad. Ambas transforman el cuerpo en dos planos: estético y funcional.
Se describen con claridad:
Desde un punto de vista estrictamente objetivo, nada de esto tendría por qué vivirse como pérdida de atractivo. La edad puede otorgar una presencia y profundidad hermosas. El problema no está en el cuerpo, sino en la cultura: vivimos en una sociedad sesgada hacia la juventud, marcada por el edadismo, que ridiculiza o invisibiliza a los mayores.
En paralelo, aparecen transformaciones en el funcionamiento del organismo:
El sufrimiento se agrava cuando la persona no acepta estos cambios y no hace el duelo por el cuerpo y el estilo de vida que tuvo. Algunos se quedan atrapados en la añoranza del pasado, mientras que otros intentan negar la realidad a través de una «huida hacia adelante».
Un fenómeno cada vez más frecuente: la negación del envejecimiento. En las mujeres suele cristalizar en una búsqueda insistente de cirugías estéticas; en los hombres, en una obsesión con el deporte y la forma física, aunque muchas veces ambas estrategias se combinan.
El caso de Rosana ilustra este patrón. A los cuarenta años, empezó a sentirse «invisible». Las canas, las arrugas y la flacidez le provocaron verdadero terror. Inició con pequeños retoques estéticos y terminó sometiéndose a múltiples operaciones en cara, pecho y extremidades. Gastó mucho dinero y puso en riesgo su salud, pero no logró estar en paz: seguía insatisfecha, sin aceptar los cambios físicos ni el hecho de haber perdido la admiración basada en su belleza. Cayó en una depresión.
El mensaje es claro: el sufrimiento no se evita negando la edad. «El sufrimiento solo puede ser evitado con la aceptación del envejecimiento y de sus consecuencias». La huida hacia una supuesta «eterna juventud» no tiene recorrido real.
Un dato que puede sorprender es que, como grupo, las personas mayores de sesenta años presentan más felicidad y mayor bienestar que los jóvenes, pese a sus limitaciones físicas. La explicación propuesta es sencilla: con el tiempo se desarrolla, de forma natural, cierto nivel de aceptación, y eso permite sufrir menos.
Esta afirmación cuestiona la idea, muy extendida, de que la juventud es la única etapa valiosa. Cada período de la vida tiene beneficios e inconvenientes. La vejez trae pérdidas claras, pero también puede aportar:
La tarea consiste en reconocer ambas caras, sin idealizar ni demonizar ninguna edad.
Se propone un ejercicio concreto para trabajar la aceptación del envejecimiento:
Con la práctica, es posible notar menos tensión corporal, menos malestar mental y una «tristeza serena» que no excluye la posibilidad de seguir siendo feliz.
El núcleo de la propuesta podría resumirse así: aprender a disfrutar profundamente de lo que tenemos sin aferrarnos. Se recuerda que «estamos en este mundo de prestado» y que en algún momento dejaremos de poder disfrutar de muchas cosas que hoy damos por supuestas.
Saber que cada momento es único y no volverá a repetirse cambia la manera de estar en el mundo. En lugar de vivir con miedo a perder, se sugiere cultivar:
Esta combinación no elimina el dolor, pero sí puede reducir gran parte del sufrimiento inútil asociado a la lucha contra lo inevitable.
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