El autoconcepto es el conjunto de ideas que una persona tiene sobre sí misma. Este se construye a partir de la memoria autobiográfica (recuerdos personales) y la memoria semántica (atributos abstractos que nos definen). En palabras sencillas, se trata de cómo nos pensamos y describimos, tanto en relación a nuestra biografía como a nuestro entorno social.
Incluye tres dimensiones principales:
Este concepto se activa de forma diferente según el contexto social, afectando directamente a nuestra percepción, decisiones y comportamiento.
Desde los 2 años, cuando emerge el lenguaje, comenzamos a construir un relato sobre nosotros mismos. Este proceso se vuelve más complejo con la edad:
Aunque cambia, el autoconcepto necesita mantener cierta continuidad e identidad. Esta necesidad se basa en el nombre, el cuerpo, las pertenencias sociales y los valores personales, así como en el diálogo interno que los reafirma.
El autoconcepto no es neutro: moldea la realidad que percibimos. Según Moghaddam (1998), los seres humanos recordamos mejor aquello que se relaciona con nosotros mismos. Esto da lugar a diversos sesgos cognitivos:
Incluso fenómenos como el efecto mes y vocales –preferencia inconsciente por letras o fechas ligadas a nuestra identidad– ilustran este apego al yo, aunque no seamos conscientes de ello.
Las sociedades individualistas (como Europa o EE.UU.) promueven un yo fuerte, autónomo y enfocado en la autorrealización. En cambio, las culturas colectivistas (Asia, África, Latinoamérica) valoran más la pertenencia y la interdependencia. Esto se traduce en:
Es importante entender que estas diferencias culturales no determinan a las personas, pero sí influyen en la forma en que el yo se construye y se expresa.
Según Loy (2018), en la época de los cazadores-recolectores, el yo era más difuso y vinculado al entorno. Con la agricultura y el dinero, surgió la sensación de separación del individuo respecto al mundo.
La cultura griega introdujo un cambio decisivo: el ser humano ya no debía seguir un orden natural, sino que podía crear su propio destino. De ahí emergió una noción de yo cada vez más fuerte, que alcanzó su apogeo en la sociedad moderna, marcada por el individualismo.
Con el debilitamiento de las creencias religiosas, la fama se convirtió en una forma moderna de inmortalidad. En palabras de Loy (2018), esto es una nueva dualidad: querer destacar frente a los demás, ser «el mejor en algo».
Esta búsqueda esconde una profunda carencia existencial. Ser famoso muchas veces incrementa la sensación de falsedad, de tener que mantener un personaje ficticio, de no poder ser uno mismo.
El Buda describió la raíz del sufrimiento como dukkha, traducido comúnmente como «insatisfacción». Su segunda enseñanza clave fue la del no-yo: el yo no es una entidad fija, sino una construcción vacía, carente de realidad propia.
Desde esta perspectiva, generamos continuamente proyectos de carencia para llenar ese vacío:
Estas dinámicas también se dan a nivel colectivo. El crecimiento económico continuo, presentado como progreso, es en realidad una extensión social de esa insatisfacción individual. ¿Cuándo será suficiente progreso para disfrutarlo? Nunca.
El yo que creemos ser está construido sobre memorias, comparaciones, creencias culturales y una profunda sensación de falta. Esta estructura, lejos de ser estable, se transforma a lo largo de la vida y está llena de sesgos y condicionamientos.
Comprender la vacuidad del yo no es un acto de renuncia, sino una vía hacia una vida más auténtica y menos condicionada por el miedo, la comparación y la búsqueda constante. La práctica contemplativa puede ser una herramienta poderosa para observar estas dinámicas y empezar a soltar aquello que nunca fuimos realmente.
Del libro:
Vacuidad y no-dualidad: Meditacionespara deconstruir el "yo" – Javier García Campayo
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