El sufrimiento por separación representa uno de los dolores más intensos que podemos experimentar como seres humanos. Se trata del malestar causado por la ruptura o el deterioro de una relación con un ser querido, excluyendo el duelo por fallecimiento, que requiere una aproximación diferente.
El ejemplo más habitual es el de la ruptura de pareja, especialmente cuando no es consensuada, sino que se origina por una de las partes. La persona que no decide, que ha sido abandonada, suele experimentar el mayor sufrimiento, aunque quien toma la decisión también puede pasarlo mal.
Ana, de treinta y dos años, vivía una historia que muchos reconocerán. Pensaba que su matrimonio sería para siempre. Tras tres años de lo que consideraba una buena relación, su marido le informó que quería divorciarse. No había una tercera persona; simplemente, él ya no se sentía feliz ni enamorado.
El dolor de Ana ilustra perfectamente este tipo de sufrimiento: se siente traicionada, desarrolla odio hacia su exmarido y fantasea con que las cosas le vayan mal. Ha perdido las fuerzas para trabajar y socializar, y su única ilusión es que él reflexione y vuelva.
Este es un ejemplo típico de sufrimiento por separación. Algunas personas nunca se recuperan completamente: desarrollan desconfianza hacia futuras parejas y pueden quedarse aisladas durante el resto de su vida.
Varios elementos influyen en la intensidad del sufrimiento por separación:
Por estas razones, incluso las rupturas consensuadas pueden resultar demoledoras.
Esta es una de las verdades más difíciles de aceptar. Al buscar continuamente la felicidad fuera de nosotros —en personas, objetos o situaciones— nos hacemos dependientes de esas circunstancias. Por eso nunca encontramos satisfacción duradera, porque ningún objeto externo puede darnos una felicidad estable.
Una relación de pareja no debería establecerse para que el otro nos haga feliz, sino para compartir una felicidad que ya tenemos en nosotros. Por tanto, aunque hayamos perdido a esa persona, podemos seguir siendo felices.
Todas las relaciones están condenadas a la ruptura porque todos los fenómenos están sujetos a la impermanencia. Cuando al maestro budista Ajahn Chah le regalaban una taza de té, afirmaba que ya la veía rota desde el primer momento, porque ese era su destino.
Los seres humanos tenemos grandes dificultades para relacionarnos, para entendernos unos a otros. Un error que cometemos es considerar un fracaso una relación que se rompe. El tiempo que duró la relación y fue satisfactoria fue maravilloso; que se rompiese es la naturaleza de las cosas y no deberíamos considerarlo culpa de nadie.
Los seres humanos somos incapaces de amar. Lo que llamamos amor romántico es simplemente apego: un acuerdo interpersonal en el que mostramos sentimientos agradables a alguien mientras cumpla nuestras expectativas. Si no nos quiere, tendemos a decepcionarnos, enfadarnos y odiarle.
El amor auténtico desea la felicidad de la otra persona sin reservas, sin expectativas, sin reciprocidad, sea cual sea su conducta hacia nosotros. Todos los seres buscamos compulsivamente la felicidad, y deberíamos apoyarlos en esa búsqueda, aunque su felicidad no esté en compartir su vida con nosotros.
Esta técnica psicológica muy utilizada por su potencia consiste en ponerse en el lugar de la otra persona. Si alguien rompe con nosotros es porque ya no nos quiere como para seguir a nuestro lado.
La pregunta clave es: ¿Querríamos mantener una relación en la que ya no estuviésemos a gusto solo por no dañar al otro? ¿Querríamos estar con alguien que ya no nos quiere solo porque se siente culpable? Demos libertad a las personas que están con nosotros y seamos nosotros también libres.
Trabajar con el sufrimiento por separación no significa volvernos insensibles o evitar el compromiso emocional. Significa desarrollar una relación más madura con el amor y las relaciones, una que no esté basada en el miedo a la pérdida sino en la capacidad de amar plenamente sabiendo que todo es transitorio.
Esta comprensión nos libera para amar sin apegos destructivos, para disfrutar plenamente de nuestras relaciones mientras duran, y para soltar con gracia cuando es momento de hacerlo. Es un camino hacia una forma más elevada de amar: una que honra tanto nuestra propia libertad como la de quienes elegimos acompañar en nuestro viaje por la vida.
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