El contagio emocional representa el sufrimiento que se produce al ver sufrir a seres queridos: familiares, amigos, parejas y, especialmente, hijos. Este fenómeno, aunque natural y comprensible, puede convertirse en una carga adicional que no solo no ayuda a quien sufre, sino que complica la situación para todos los involucrados.
En nuestra cultura judeocristiana, el contagio emocional es especialmente valorado. La palabra compasión proviene del latín compassio, es decir, sufrir con. Esperamos que si una persona querida sufre, debemos sufrir con ella, porque lo contrario sería síntoma de desamor. Sin embargo, esta creencia, aunque bien intencionada, no está tan clara en otras culturas y merece una profunda reflexión.
Laura, maestra de cuarenta y dos años, dedica su vida al cuidado de Luis, su hijo con parálisis cerebral. Aunque es una madre ejemplar y su hijo es relativamente feliz, Laura sufre de agotamiento psicológico.
La simbiosis emocional con su hijo es tal que su estado de felicidad o tristeza está absolutamente relacionado con las variaciones de ánimo del niño. Se autoexige que su hijo sea feliz constantemente y, como eso es imposible, se autoculpabiliza pensando que es una mala madre.
Su esposo, igualmente comprometido con el cuidado del niño, le sugiere que amplíe sus actividades, pero Laura interpreta esto como falta de dedicación hacia su hijo. El resultado es un deterioro de la relación de pareja y un aislamiento social progresivo.
Mar, de sesenta y dos años, enfrenta un cáncer de mama avanzado. Su marido es una persona vulnerable y dependiente, tanto que ella ha decidido no informarle de su enfermedad porque él no podría soportar la posibilidad de que muera.
Alguien que va a morir tiene, además, el trabajo extra de cuidar a una pareja con contagio emocional. En lugar de recibir apoyo, Mar debe proteger a su esposo de la realidad. Lo que necesitaría es una pareja fuerte psicológicamente que pueda acompañarla sin contagiarse del sufrimiento.
Evitar el contagio emocional es muy importante para cuidar adecuadamente al enfermo. Un médico que se contagie del sufrimiento del paciente no puede ayudarle efectivamente. Un familiar tan sensible que sufra intensamente por la enfermedad del otro tampoco puede brindar el apoyo necesario.
Además, cuando los cuidadores sufren excesivamente por el paciente, no pueden atender al resto de familiares, quienes a menudo se sienten abandonados y desarrollan sentimientos negativos hacia el enfermo por absorber completamente la atención.
Para evitar el contagio cuando estamos con la persona que sufre, necesitamos contactar con la seguridad. Esto implica visualizar el lugar donde nos sintamos más seguros y con mayor bienestar, experimentando esa emoción para contrarrestar la negatividad que naturalmente aparece.
Existen dos tipos de sufrimiento. Uno es inevitable, ligado a la impermanencia e incluye la vejez, enfermedad y muerte. Respecto a él, no podemos hacer nada para evitarlo, solo aceptarlo.
NO PODEMOS quitar el sufrimiento a otra persona. Solo podemos encarnar ciertas enseñanzas y mostrarlas por si quiere desarrollarlas. El sentimiento de culpa por no poder librar del sufrimiento a nuestros seres queridos está basado en la omnipotencia: la autoexigencia no realista de que tenemos el poder de proteger a otros del sufrimiento.
Como decía el monje vietnamita zen Thich Nhat Hanh: "el mayor regalo que podemos ofrecer a otra persona es nuestra presencia atenta". Con alguien que sufre, el mayor regalo es poder estar con él sin generarle malestar, sino consuelo.
Para ello, no podemos contagiarnos de su sufrimiento. Cuando una persona desarrolla una enfermedad crónica, los amigos y familiares la visitan las primeras semanas, pero como no pueden evitar contagiarse, la visitan menos cuando el proceso se cronifica. Solo podremos ser de ayuda no contagiándonos emocionalmente.
Una pregunta crucial: ¿en qué beneficia al mundo esto que hago/pienso/siento? En el caso del contagio emocional, no beneficia a nadie:
¿Querríamos que un ser querido sufriese por nuestro sufrimiento? Si somos nosotros quienes sufrimos, ¿querríamos que un hijo, pareja o amigo se contagiase de nuestro dolor? La mayoría diría que no, que es absurdo. Entonces, ¿qué sentido tiene que nosotros suframos por un ser querido? Él tampoco lo querría.
La mitología griega nos cuenta que Quirón, el centauro inmortal, fue herido por error con una flecha envenenada. Condenado a experimentar dolor insufrible por toda la eternidad, decidió hacerse experto en el arte de la medicina.
Con el tiempo, descubrió que cuanto más curaba a otros, menos sentía su propio dolor. Nosotros somos también Quirones: sufrimos la herida crónica del alienamiento, pero cuando ayudamos a la felicidad de los demás, esta herida primigenia se alivia.
Gestionar el contagio emocional no significa volvernos insensibles. Significa desarrollar una compasión madura que puede estar presente con el sufrimiento ajeno sin añadir capas innecesarias de dolor. Es aprender a amar sin ahogarse, a acompañar sin perderse, a ser útiles sin sacrificar nuestra propia estabilidad emocional.
Esta es la verdadera compasión: no sufrir con el otro, sino mantener la serenidad que permite ser realmente útiles. Solo desde esta fortaleza interior podemos ofrecer lo que más necesitan quienes atraviesan momentos difíciles: una presencia atenta, estable y amorosa que les recuerde que, incluso en medio del dolor, la paz es posible.
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