La vida puede entenderse como «una pérdida continua, un duelo constante». Con el paso de los años, vamos perdiendo personas, trabajos, dinero, salud, facultades, países o ciudades cuando emigramos, hasta llegar al momento en que perdemos la propia vida. A la vez, existen carencias: aquello que nunca llegamos a tener, pero que deseábamos profundamente.
El problema no es solo que estas pérdidas existan, sino que a menudo no terminamos de hacer su duelo. Las negamos, las esquivamos, o esperamos, en silencio, que las cosas vuelvan a ser como antes. Esa falta de elaboración es el terreno en el que crecen muchas crisis vitales.
La llamada «crisis de los cuarenta» se presenta como una fractura entre las expectativas de la juventud y lo que efectivamente se ha podido construir. A los veinte años, casi todo el mundo recuerda qué quería ser, cómo fantaseaba con su futuro, qué metas se había propuesto a nivel personal y profesional.
Al llegar a los cuarenta, muchas personas se hacen conscientes de que una parte de esos objetivos no se va a cumplir. Aparece entonces una encrucijada clara:
Uno de los temas que con más fuerza aparece en esta etapa, si no se ha tenido descendencia, es la paternidad o maternidad. También se revisa hasta dónde se ha llegado profesionalmente y el grado de satisfacción en las relaciones afectivas.
En este contexto surgen las «vocaciones tardías»: personas que abandonan trabajos estables para embarcarse en proyectos muy distintos, aquellos que siempre soñaron y nunca se atrevían a intentar. También son frecuentes las separaciones y los divorcios, a veces acompañados de nuevas relaciones con parejas mucho más jóvenes, en un intento de seguir sintiéndose jóvenes.
La «crisis de los cincuenta» se sitúa muchas veces en el ámbito laboral. En algunas empresas se considera que, a esa edad, especialmente en puestos de alta responsabilidad, la persona ya no va a ser tan productiva. Se la sustituye por gente más joven, bien preparada y con un salario menor.
Se describe el caso de quienes han entregado su vida al trabajo, descuidando relaciones de pareja, familia o amistad. Son los llamados «proyectos de carencia»: dedicar toda la energía a un área esperando que llene vacíos más profundos. En ese punto, algunas personas se dan cuenta del «vacío de sus existencias» y de la dirección equivocada que han seguido, pudiendo entrar en crisis depresivas de corte existencial.
Otros reaccionan refugiándose en deportes extremos —maratones, escalada— que pasan a ser el centro de sus vidas, o recurriendo a cirugías estéticas para desafiar los signos visibles de la edad. Ambos caminos pueden entenderse como intentos de negar el paso del tiempo.
La «crisis de los sesenta» se relaciona más con el sentido de la vida y con la pregunta por el legado: «¿Qué huella dejaré tras mi paso en este mundo?». En algunos contextos culturales tradicionales, el cabeza de familia se retiraba, tras años de trabajo, a experimentar una vida más espiritual en sus últimos años.
En nuestro contexto, muchas personas, en el período cercano a la jubilación, optan por:
Al mismo tiempo, se encontramos el fenómeno de la «sexalescencia»: personas mayores de sesenta años que viven como si fueran jóvenes, apurando la vida, rompiendo prejuicios edadistas. Se trata de un modo de cuestionar los estereotipos sobre la vejez.
El caso de Antón ilustra cómo puede desarrollarse una negación de la edad. A los cincuenta y cinco años, era ejecutivo de éxito, casado y con dos hijos, con una vida aparentemente plena. Sin embargo, en la empresa lo relegaron por su edad y pasó a estar bajo las órdenes de un jefe mucho más joven al que despreciaba.
Empezó a correr maratones compulsivamente, adelgazó, pidió el divorcio de manera brusca y se emparejó con una compañera de trabajo veinticinco años menor. Afirmaba vivir una «segunda juventud», se relacionaba solo con personas de la edad de su nueva pareja y se alejaba de sus amistades de siempre.
La relación duró poco. Cuando quiso volver con su esposa, ella se negó, y sus hijos no pudieron perdonar la forma en que gestionó la ruptura. Antón entró en una depresión profunda, dejó su trabajo y acabó solo.
Este caso muestra que «no hacer el duelo por el paso de la edad» puede llevar a la negación, a una huida hacia una segunda juventud que, al no estar basada en una reflexión profunda, suele ser frágil.
Además de las crisis ligadas a décadas concretas, se describen los llamados «ocho vientos mundanos», una expresión de la tradición tibetana que resume la inestabilidad de nuestra vida cotidiana. Son cuatro pares de opuestos:
Estos vientos se alternan de forma constante. Hay etapas de bonanza y otras de dificultad; la mayor parte del tiempo, ambos aspectos se mezclan. El punto clave es la actitud:
Se trata de entender que este «juego de la existencia» no define nuestro valor último y que podemos situarnos un poco más allá de estas oscilaciones, apoyándonos en nuestro sentido de la vida y en las herramientas psicológicas que hayamos desarrollado.
Te propongo una práctica muy concreta para conectar con la impermanencia y con la propia capacidad de resiliencia: escribir en pósits de colores distintas áreas importantes de la vida y simular pérdidas graduales.
Para facilitar su uso en web, se puede presentar el esquema básico así:
A partir de ahí, el ejercicio sigue tres pasos:
El objetivo es conectar con el carácter impermanente de todo y descubrir que, aunque las pérdidas son dolorosas, también permiten clarificar qué es verdaderamente importante. Como resumían algunos abuelos:
«No te preocupes, hijo, lo único que no tiene solución es la muerte».
Se distingue entre dos realidades:
Las carencias son más difíciles de detectar porque son más sutiles. Para explicarlas, se utiliza la fábula de «La zorra y las uvas»: la zorra ve unas uvas apetecibles, intenta alcanzarlas sin éxito y, al final, se convence de que «están verdes». La carencia sigue ahí, pero se niega, y se evita aquello que la recuerda.
El caso de Ainhoa es un ejemplo de cómo una carencia no aceptada puede generar malestar. Ejecutiva de éxito, con una buena relación con su pareja y sus hijos, arrastra una historia de padres rígidos y poco afectuosos. Sus suegros, en cambio, son muy cariñosos con todos, incluida ella, pero Ainhoa evita verlos. La clave, que aparece en psicoterapia, es que su afecto le confronta con su carencia de unos padres amorosos.
Cuando puede llorar ese sentimiento de no haber sido querida y aceptar que sus padres «hicieron lo que pudieron», la relación con sus suegros se normaliza y puede disfrutar del cariño que le ofrecen.
Para trabajar la aceptación de una pérdida, te propongo otro ejercicio:
Tras unos minutos, es posible notar menos malestar mental, menos tensión y una tristeza serena, acompañada de la idea de que es posible seguir siendo feliz.
En un nivel más profundo, se sugiere identificar alguna ganancia, normalmente un aprendizaje o la capacidad de ayudar a otros en una situación similar. La frase podría ser:
«Pese a que ocurrió tal cosa, lo que aprendí/obtuve de positivo fue tal otra».
La misma lógica se aplica a las carencias. Un signo de que se están aceptando es dejar de evitar aquello que las evoca. Quien acepta no haber tenido hijos, por ejemplo, puede volver a relacionarse con familias y niños sin que eso suponga una herida constante.
La comprensión de las crisis de los 40, 50 y 60, de los «ocho vientos mundanos», de las pérdidas y carencias, no pretende dramatizar la vida, sino darle un marco. Al recordar periódicamente la práctica de los pósits y los ejercicios de aceptación, es posible:
En un mundo marcado por la impermanencia, aprender a perder y a aceptar se vuelve una forma de madurar psicológicamente.
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