El cuerpo y las posesiones ocupan un lugar central en la construcción del “yo” moderno. En un contexto social que exalta la imagen, la juventud y el consumo, es fácil confundir quiénes somos con cómo nos vemos y qué tenemos. Cuando esto ocurre, el resultado suele ser un malestar persistente: dietas eternas, horas de gimnasio, cirugías, comparaciones, envidias, sensación de no ser nunca suficiente.
Podemos diferenciar dos grandes motivos de no aceptación del cuerpo:
Hay dos momentos especialmente delicados:
La reacción habitual ante estos cambios es una espiral de esfuerzo: actividad física intensa, dietas crónicas, intervenciones estéticas, estrategias para disimular el paso del tiempo. El coste es alto: sufrimiento, lucha, tiempo, dinero… y resultados limitados.
Debemos tener en cuenta algo fundamental: la belleza es una moda social cambiante. Lo que en una época se considera atractivo, en otra puede verse como antiestético. La referencia a un cuadro clásico, Las tres Gracias de Rubens, ilustra cómo un ideal de belleza plenamente vigente en su época no encajaría en los cánones actuales.
La pregunta subyacente es: ¿quién decide ese patrón? ¿Y por qué deberíamos someternos a él sin cuestionarlo?
Luis tiene veinticuatro años y trabaja de dependiente en una tienda de ropa masculina. No acude a consulta por propia iniciativa, sino por insistencia de su familia.
Su vida gira por completo en torno al cuerpo:
Sus pocas parejas han abandonado la relación porque consideran “insoportable” su monotema: el cuerpo. Luis, sin embargo, percibe su funcionamiento como totalmente normal. No entiende que los demás no se cuiden tanto como él. Para él, “es lo único a lo que vale la pena dedicar el tiempo” y necesita que lo admiren por la calle.
Luis abandona pronto la terapia porque considera que su vida es perfecta. Este caso se describe como una forma de “proyecto de carencia”: una actividad que ocupa todo el tiempo y la energía con la promesa de llenar una sensación de vacío, pero que nunca alcanza un “suficiente”.
Luis no es solo alguien que se cuida mucho: es alguien cuya identidad entera se apoya en la etiqueta de “cuerpo perfecto”. Cualquier grieta en esa imagen —una lesión, un cambio físico, una crítica— amenaza el sentido de su vida.
No todas las personas funcionan igual con el cuerpo, pero un fenómeno similar puede darse con las posesiones. En quienes se orientan de forma muy materialista, la identidad se sostiene en lo que se tiene más que en lo que se es.
En estos casos, la casa, el coche, los ahorros o cualquier propiedad pueden convertirse en una extensión del yo. La crítica o la pérdida de alguno de estos objetos no se vive solo como un inconveniente, sino como una herida profunda.
Esta identificación exagerada con los objetos suele responder a una sensación de fondo:
La sensación de no ser suficiente como persona, que se compensa acumulando cosas.
Cuando el tener intenta rellenar una carencia del ser, cada crítica o pérdida se vuelve peligrosa. De nuevo, la etiqueta —esta vez, “persona de éxito”, “propietario de…”— adquiere un peso desproporcionado.
Íñigo tiene cincuenta y tres años, trabaja como empleado de limpieza municipal, está soltero, no tiene hijos ni amigos cercanos y reconoce que tiene “un carácter difícil”.
Dice estar siempre peleado con la gente porque “no le entienden” y él tampoco entiende a los demás. Asegura tener convicciones muy sólidas tanto en lo político como en lo religioso, así como valores firmes: sinceridad, honradez, educación. Interpreta sus problemas de relación así:
Desde fuera, se ve algo diferente: Íñigo está fuertemente identificado con sus etiquetas ideológicas y morales, y siente que cualquier desacuerdo es un ataque a su persona. Cuando uno se identifica de manera exagerada con esas etiquetas:
“Ve a todos como enemigos porque siente que le desafían, no solo en sus valores, sino a él como persona”.
Para no afrontar su propia rigidez —que es lo que alimenta sus conflictos—, construye un relato heroico: él sería el único íntegro en un mundo equivocado. Es un ejemplo claro de cómo el yo fabrica historias para justificar sus limitaciones, en lugar de revisarlas.
En medio de estos ejemplos, el texto formula una idea sencilla y radical:
“La felicidad está dentro de nosotros y lo importante es que nosotros estemos a gusto con nuestro cuerpo y todo lo que constituye el yo.”
Quien nos quiera, nos querrá tal como somos, no como una imagen idealizada ajustada a un canon abstracto de belleza o éxito. Los seres humanos somos reales, con la belleza de la imperfección y de la vejez.
Aceptar el cuerpo —y, por extensión, nuestras otras características— no significa abandonar el cuidado, sino cambiar la motivación: pasar de “arreglarme porque no valgo” a “cuidarme porque me valoro”. Dejar de usar cada arruga, cada kilo, cada pérdida como una excusa para el desprecio.
Cuando el cuerpo y las posesiones se convierten en los pilares centrales del yo, la identidad se vuelve frágil: basta una crítica, una pérdida, un cambio inevitable del tiempo para que todo tambalee.
Reconocer que el valor personal no depende ni de los rasgos físicos ni del inventario de bienes abre la posibilidad de un modo de vida menos tenso, menos reactivo. No se trata de negar la importancia del cuerpo o de lo material, sino de recolocarlos: son parte de la realidad, pero no el núcleo de lo que somos.
Cultivar una relación con uno mismo basada en la aceptación, no en la comparación constante. Comprender que la perfección no es una condición de valía; que la vejez, la enfermedad y el cambio forman parte de una vida humana plena; y que la auténtica base de la felicidad está mucho más dentro que fuera.
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