Uno de los sufrimientos más silenciosos y persistentes es el de no soportar quiénes somos. No se trata solo de no estar contentos con algún rasgo concreto, sino de sentir que nuestra manera de ser es, en sí misma, inaceptable. Este malestar se alimenta de las etiquetas que colocamos sobre nosotros mismos: descripciones, juicios y definiciones que acaban convirtiéndose en una especie de prisión interior.
Como recordaba Lao Tse, «Quien se conoce a sí mismo es sabio». Esa sabiduría no se limita a saber “cómo soy”, sino a descubrir cómo me he construido y cuánto sufro tratando de defender esa construcción.
Mencía tiene cuarenta y tres años, es ingeniera y trabaja en un puesto de responsabilidad. Exteriormente, todo parece “normal”: carácter tímido pero cordial, aspecto físico agradable, vida profesional estable. Sin embargo, arrastra una depresión crónica que no mejora con fármacos y que ella misma dificulta tratar mediante psicoterapia.
La razón es reveladora: no quiere que nadie la convenza de aceptarse. No se gusta en ningún nivel. Describe su físico como anodino, su carácter como aburrido y sin gracia. Interpreta su historial de parejas breves como una confirmación de que “no merece” una relación estable, y sus logros profesionales los ve siempre mediocres.
Durante años ha intentado seguir a coaches y procesos de autoayuda para transformarse. Logra algunos cambios, pero nunca son suficientes para su propio listón. Y lo más importante: nadie le había preguntado para quién hacía ese esfuerzo.
Cuando se hace esa pregunta, la respuesta aparece con claridad: todo ese esfuerzo va dirigido a un padre poco afectivo y muy demandante, al que quiere impresionar y al que nunca consigue satisfacer. Algunas de sus parejas —probablemente sanas— le habían sugerido parar la lucha, pero fue ella quien rompió. En el fondo, teme que si se acepta tal como es, nadie la querrá, igual que su padre no la quiso como ella necesitaba.
La paradoja es dura: la lucha por cambiarse a sí misma se ha convertido en el sentido de su vida… y en el principal obstáculo para ser feliz.
Para este enfoque, el yo es una personalidad construida para adaptarnos al mundo, algo así como un personaje que representamos ante los demás y ante nosotros mismos.
Las líneas maestras de ese personaje se trazan en los primeros años de vida, aunque después podamos modificarlas parcialmente. Este “yo” está compuesto por un conjunto de etiquetas, es decir, descripciones parciales:
Se calcula que unas cincuenta etiquetas son las más importantes, porque son con las que más nos identificamos. Algunas de ellas se agrupan en grandes áreas:
Recogen nuestras características corporales: sexo, edad, grupo étnico, altura, peso, belleza percibida, rasgos concretos (nariz, pelo, forma de la cara, cicatrices, etc.).
Un detalle importante es la diferencia entre el dato objetivo y la etiqueta. Por ejemplo:
Para algunas personas, esos mismos datos no generan una etiqueta rígida: simplemente son características más de su cuerpo. La frase clave aquí es que “el mundo es una interpretación”: el problema no es tanto el dato, sino el significado que le damos.
Definen rasgos de personalidad: tímido, extrovertido, confiado, generoso, competitivo, alegre, preocupado… Cada una puede convertirse en una pieza central de nuestra identidad.
Incluyen sobre todo la profesión —un marcador identitario muy potente en nuestra cultura—, pero también:
A menudo nos presentamos con ellas: «Soy abogado», «Soy enfermera», «Soy ingeniero». Es una forma de decir quién creemos que somos.
Son las que definen lo que consideramos importante en la vida: sinceridad, honradez, fidelidad, bondad… Son poderosas porque suelen ir acompañadas de cierta sensación de superioridad moral frente a quienes “no tienen esos valores”. Como recuerda el texto, un terrorista también mata por sus valores.
Surgen de las relaciones significativas: madre, hijo, amiga, hermano. Conllevan expectativas muy fuertes sobre cómo deberían tratarnos esas personas y cómo deberíamos tratarlas. Cuando esas expectativas se rompen, aparece el malestar.
Conocer estas etiquetas y detectar cuáles son las que más nos importan es un paso clave para comprender por qué sufrimos tanto.
La mayor parte del sufrimiento psicológico cotidiano se origina en emociones negativas que surgen en la relación con otros o en el diálogo interior. Y casi siempre aparecen cuando alguien —externo o interno— desafía una etiqueta importante de nuestro yo.
Imaginemos algunas escenas:
En todas ellas ocurre lo mismo: se está negando una etiqueta que para ti es importante (buen profesional, buen padre, persona comprensiva, etc.). Si esa etiqueta es central, la emoción negativa será intensa; si no lo es, apenas te afectará.
Una emoción negativa es “el desafío de etiquetas de nuestro yo que son importantes y que queremos mantener”. Y hay otro matiz fundamental: detrás de ese desafío se esconde una necesidad profunda:
El anhelo básico del yo es ser querido, reconocido y sentirse unido a los otros.
Por eso, ocurre lo contrario cuando alguien refuerza nuestras etiquetas: si te dicen que eres un gran profesional o una madre ejemplar, tu autoestima se eleva de inmediato. Este fenómeno se denomina simetría: la misma etiqueta que duele cuando la atacan, nos hincha cuando la elogian.
A este mecanismo se añade otro muy humano: la proyección. Tendemos a pensar que los demás funcionan como nosotros. Si eres muy tímido, te parecerá que casi todo el mundo lo es; si no eres nada tímido, te costará imaginar que alguien pueda pasarlo mal al hablar en público.
Esta proyección dificulta enormemente la comprensión mutua: proyectamos nuestro mundo mental sobre los otros, cuando en realidad cada persona tiene su propio conjunto de etiquetas, miedos y anhelos.
Las etiquetas no surgen en el vacío. Se generan en los primeros años de vida, en contacto con la familia y el sistema educativo. Algunas nos las colocan directamente desde fuera:
Otras las desarrollamos nosotros mismos para adaptarnos a lo que percibimos que nuestros padres o cuidadores esperan. Para un niño pequeño, lo fundamental es ser querido, y para lograrlo puede estar dispuesto a sacrificar deseos propios.
Así, podemos especializarnos en:
A veces, esa especialización acaba incluso definiendo la profesión adulta.
Mar tiene cuarenta años y consulta por ansiedad. Es hija única; su padre murió cuando tenía ocho años. Su madre, con salud frágil, se convirtió en el centro de su vida emocional.
De niña, Mar “se especializó” en cuidar:
Los agradecimientos de su madre le hacían sentirse útil y querida. Más tarde, comenzó a cuidar también a amistades enfermas; era la amiga responsable, la que se encargaba de todo. No resulta extraño que eligiera enfermería en la universidad, de forma casi natural.
Hoy disfruta de su trabajo y es eficaz, pero su autoexigencia extrema para cuidar de todos termina generándole ansiedad. Su especialización, que nació para asegurarse afecto, se ha convertido también en una fuente de sufrimiento.
Reserva unos minutos para escribir (en papel o en el móvil) sin prisa.
1. Cuerpo. Haz una lista de las partes de tu cuerpo que sueles juzgar (para bien o para mal). Al lado, anota la etiqueta que les asocias (“horrible”, “normal”, “bonito”, “vergonzoso”…).
Pregúntate: ¿en qué momentos depende mi autoestima de estas etiquetas? ¿Qué pasaría si estas características cambiasen?
2. Posesiones. Enumera tus 3–5 bienes materiales más importantes (casa, coche, ahorros, negocio…). Imagina que alguien los critica o que los pierdes.
Observa tus reacciones: ¿ se activa la sensación de “no valer” o de “no ser nadie”? Si es así, reconoce con amabilidad que parte de tu identidad está apoyada en esas cosas.
Termina escribiendo una frase breve como recordatorio, por ejemplo: “Soy más que mi cuerpo” o “Soy más que lo que tengo”.
Con todo lo anterior, aparece una idea clave: no sufrimos tanto por lo que ocurre, sino por lo que amenaza a nuestras etiquetas centrales. Cuando alguien nos critica, cuando fracasamos, cuando nos decepcionamos a nosotros mismos, lo que se tambalea no es solo un resultado concreto, sino la imagen que queremos preservar.
Comprender cómo se construyó ese personaje —qué buscaba de niño, qué trataba de asegurar, qué etiquetas asumió para ser querido— abre una posibilidad distinta: la de empezar a desidentificarnos poco a poco. No se trata de dejar de tener personalidad, sino de recordar que somos algo más amplio que cualquier descripción.
El camino comienza con un gesto humilde: reconocer que nuestro yo, por sólido que parezca, no es más que un conjunto de etiquetas aprendidas, muchas veces al servicio de una necesidad muy sencilla y muy humana: el deseo de ser amados.
Te invito a comprar mi libro “Adiós al Sufrimiento Inútil” dónde encontrarás el contenido de este artículo ampliado y con ejemplos prácticos para tu día a día, pinchando en el siguiente enlace:
Comprar "Adiós al sufrimiento inútil"
Harper Collins IbéricaISBN978-84-19809-59-9



Suscríbete a nuestra newsletter para recibir todas las novedades sobre mindfulness, cursos, podcasts y otras técnicas para mejorar tu salud.
